Mi recompensa por pasar más de mil horas en este mundo, fue un pastel de tres pisos de, esencialmente, mierda. Pero, aun así, para mí, The Legend of Zelda: Breath of the Wild (Nintendo Switch, 2017) es el mejor juego de todos los tiempos. Cuando salgo de casa y no lo llevo en la mochila, o al menos el majestuoso trailer en el teléfono, en verdad siento que dejé algo muy importante en casa. Y no nos equivoquemos, paso semanas, meses sin jugarlo, pero la sensación de no tenerlo a la mano me llena de una extraña angustia.
El majestuoso trailer de Breath of the Wild en 2017:
Para mí es la definición de “mundo abierto”, en que el horizonte siempre ofrece algo, en un rincón remoto que me dejará con la boca abierta, no importa lo mucho que ya haya recorrido esas zonas. Para mí es la culminación del camino del héroe presente en El Héroe de las Mil Caras de Joseph Campbell, porque Link, el protagonista, tiene que visitar los más de 120 altares diseminados por la geografía para adquirir la experiencia y el derecho a ser el paladín que irá a completar el ciclo eterno de la Trifuerza, (Coraje, Sabiduría y Poder), vencer a Ganon y rescatar a la princesa Zelda.
Es un ritual de arquetipos antiguos sintetizado en un videojuego. Es la Rama Dorada de Frazer y la síntesis de mis libros de cabecera de Mircea Eliade sobre la Historia de las Creencias y las ideas Religiosas. Donde el héroe (Link-el valor); el villano (Ganon-el poder) y la princesa (Zelda-la sabiduría) tienen que cumplir su rol en determinada época, algo que se repetirá, por aquello del tiempo mítico circular, in illo témpore, en otra época, cuando ya la gente no recuerda el drama de la anterior triada.
También lee: One Piece Odyssey, reconectando con los sombreros de paja
Hablar con justicia de este videojuego significaría escribir un libro, porque a pesar de que he estado en los mundos abiertos o sandboxes de Ubisoft en los Assassins Creed, en el de The Witcher 3 de CD Projekt Red, Ghost of Tsushima de Sucker Punch o incluso en el de Elden Ring de san Hidetaka Miyazaki, en mi vida había experimentado un juego en que encuentre como una experiencia de liberación de toda angustia real de la vida, simplemente recorrer el mundo, permanecer horas sin fin, sólo observando los paisajes, embelesado como un auténtico idiota.

Y aprender por medio de la actividad lúdica, de la infantil pulsión de la exploración, que ese cerro en la distancia que vi cientos de veces a mi paso, desde otro ángulo, un día cualquiera en que vagaba sin rumbo, me ofrece una perspectiva que esconde un secreto que ahí estaba desde el principio y sólo tras 700 horas descubrí.
Es algo que le receté a una ex (sí, me pasé de espesito y quizá explique mi actual soltería). Le describí extático y con emoción en la voz, cómo tardaba 45 minutos en recorrer de un extremo a otro abordo de Wyrd, mi caballo favorito (les puedes poner el nombre que quieras, mientras no sea profano a los criterios de Nintendo), de las montañas nevadas de Tabantha a las playas de la aldea Lurelin.
Como todo el mundo estaba vivo (dentro de la llamada por Jean Baudrillard, hiperrealidad) y la música no interrumpía tu disfrute con una fanfarria victoriosa del héroe, sino que actuaba el papel de acompañar sutil en el fondo tu viaje, con el piano imitando el comienzo de las gotas de lluvia, estar en este mundo me mantuvo en medio de la pérdida del trabajo, del amor, del momento en que la vida parece que sólo quiere deshacerse de ti y darte una gran patada.
La primera vez que vi un dragón
Lo recuerdo como ayer, atravesaba el puente de Hylia hacia las selvas de Faron, en la noche estrellada, cuando de mi extremo derecho, en el lago, emergió un dragón amarillo que no hizo más que danzar en la noche acompañado de unas ráfagas de vientos; es un momento místico. Flota envuelto en una música de shamisen; revelación, porque es un dios al que ni pienses que puedes montar, es uno de los tres Moby Dick de este mundo, estoy seguro de que, si algún día juegas BOTW, el primer momento en que veas un dragón será algo muy especial.

Son ecosistemas y biomas completos. Pasé años jugándolo todos los días y hubo veces en que lo único que hacía era despertar, jugar, comer y volver a jugar, luego ir a dormir pensando en este mundo. Es lo más cercano a la adicción al fentanilo que llegaré en esta vida. En cada parte de esta geografía puedo elaborar un relato de porqué los diseñadores hicieron que la naturaleza se convirtiera en un campo de juegos, pero de una forma tan inteligente y tenue, que no tengo duda de que en muchos años nadie logrará algo como esto. Elden Ring estuvo muy cerca…, pero no.
El juego te da la tarea opcional de descubrir el escondite de unos juguetones espíritus vegetales llamados Koroks. En verdad, para mí, allí es donde Nintendo consiguió una obra maestra inalcanzable para la mayoría de las compañías rivales. Porque en localizar a estos 900 sujetos, está la carne real de este juego.
No están a simple vista, así que, si quieres en verdad hacerlo por ti mismo, sin guías y videos de YouTube, tienes que aprender a ver el terreno, a deducir ángulos, a notar cuando algo está raro en el paisaje y, aun así, no es nada sencillo. Sólo no lo hagas como tarea, tómate tu tiempo, aunque te lleve años, no fuerces la más grande tarea que te da el juego.
Breath of the Wild te enseña a ver la naturaleza. Como The Witness (Thekla, 2016) de Jonathan Blow, te enseña a ver patrones en todas las superficies. Pero es tan emblemático del humor retorcido de Nintendo, que al descubrir a uno de estos “simpáticos” entes en su jueguito malévolo de esconderse, ajenos al mundo postapocalíptico y en realidad a cualquier cosa, este te recompensa con una voz infantil (¡el infierno se los lleve!) y con una semilla, que tiene forma de una mierda, aunque dorada.

Y así, es tarea de años encontrar a los 900 y algunos son en verdad una obra de arte lo metido que tienes que estar en el juego para encontrarlos. Es donde el juego te da la más hermosa lección de tu vida: te enseña a ver en una forma en que, estoy seguro, ningún juego había hecho en el pasado. Y la recompensa por encontrar a los 900, ya lo imaginarás, es un enorme pastel de mierda.
¿Y lo que viene…?
Todo esto se actualiza porque el 12 de mayo próximo podremos jugar la esperadísima segunda parte, The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom (Nintendo Switch, 2023). El pasado miércoles pudimos ver el segundo trailer con gameplay. ¿Qué decir? Para mí es obvio que Nintendo sabe que el secreto de su nuevo juego es que puedas volver al mismo mundo que tan pobremente describí líneas arriba.
Trailer de Tears of the Kingdom:
Yo creo que entienden que no hay forma en que una obra como Breath of the Wild sea superada, quizá en décadas. Al menos los trailers demuestran que volveremos a la geografía que muchos ya se conocen por milímetro a esta altura, para desenterrar artefactos que permitan construir formas ingeniosas de ascender a las nuevas islas que aparecieron en el cielo de Hyrule.
Todo está por verse, son menos de 100 días para volver a tener otro pretexto para no salir de este mundo virtual que para mí, a estas alturas, sigue siendo una experiencia de gaming perfecta. Tan sólo caminar por horas, perseguir a los fantasmales conejos azules en el bosque, que dan rupias cuando les disparas una flecha, encontrar la entrada al bosque de los Koroks, inmerso en su tétrica música minimalista, o presenciar impávido el reinicio del ciclo con otra luna de sangre…
En verdad, si la segunda parte tan sólo reafirma la valía ya legendaria de la primera, estaremos ante el Juego del Año 2023. Entre tanto, seguiré recorriendo estas geografías benditas cuando sienta que la vida es demasiado difícil.