Advertencia: Spoilers menores sobre la trama
Una enervante toma fija donde las alarmas de los autos de un estacionamiento comienzan a sonar al unísono. Planos que revelan al sujeto y el espacio vacío que lo rodea; luego estos planos se abren y muestran el aislamiento en el que está. Son los recursos estilísticos del director tailandés Apitchatpong Weerasethakul, conocido por elaborar una versión thai de lo que conocemos en Latinoamérica como realismo mágico, pero esta vez lo hace yendo directo a la fuente.
Coproducción de Colombia, Tailandia, Francia, Alemania, México, Catar, Inglaterra, China y Suiza, Memoria (2021) obtuvo el Premio del Jurado en la edición 2021 del Festival de Cannes, y en noviembre pasado se proyectó fuera de competencia en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Se trata del primer largometraje que Weerasethakul filma fuera de su patria.
Cuenta la historia de Jessica (Tilda Swinton), una empresaria escocesa de jardinería que vive en Medellín, Colombia. Un día viaja a Bogotá para visitar a su hermana, quien sufre de una enfermedad respiratoria. Jessica escucha un extraño sonido y su obsesión crece cuando se da cuenta que sólo ella puede percibirlo.
Recurre a un ingeniero de sonido (Juan Pablo Urrego), quien intentará recrearlo a la perfección, mientras ella lo escucha cada vez con más violencia. Varios pasajes muestran la búsqueda de Jessica por encontrar el significado de ese sonido.
La película es un recorrido por diversas instancias de lo que se da en llamar el efecto Mandela, condición en la que se recuerda algo que no ocurrió y este evento se va distorsionando poco a poco. Weerasethakul se atreverá incluso a sugerir el origen de todo en un impactante final.
Con la actuación, breve pero sólida, del mexicano Daniel Giménez Cacho, como el amigo de Jessica, Juan Ospina, la película toca en los temas de pertenencia de la especie, que inquietan al director en su propuesta fílmica desde el principio. Su recorrido por las diversas etapas humanas mezcla el docudrama con incluso la ciencia ficción y un humor muy especial.
La serie de viñetas inconexas en la vida de Jessica es donde el también realizador de Cemetery of Splendor (2015) desnuda poco a poco las grandes inquietudes que aquejan a la especie humana. El sonido que Jessica escuchó en el comienzo de la película no puede recrearse. Es una extranjera viviendo en un entorno en el que no hay comunicación, no hay sentido de pertenencia a otra cultura; hay un sentido de soledad en las tomas, porque eso parece ser la modernidad profana que abomina el director.
No se puede dejar de pensar en la apariencia alienígena de Tilda Swinton. Las escenas de ella, caminando a través de las calles de Bogotá, parecen de un relato de ciencia ficción. Es un mundo totalmente ajeno, pues no hay nada que vincule a los seres humanos en medio de esa vomitiva explosión de sonidos y ruido. Estar ajeno a la cultura es, después de todo, estar solo.
Es donde resalta el humor especial del tailandés, porque en una escena, el ingeniero que le ayuda a Jessica a emular el sonido que escuchó en su habitación y que la tiene insomne (otro recurso afín al cine del autor), le confiesa que le gustaría visitar Japón, un lugar en donde a los extranjeros les llaman gaijin, y no pueden participar de muchas tradiciones culturales. Al final, cualquier persona fuera de su cultura madre es un alienígena, en muchos sentidos.
A lo largo de la película se encuentran distintas alusiones a los estadios de la creencia humana, desde la religión prehistórica y el animismo (otorgar alma o espíritu a objetos inanimados), hasta llegar al saber científico, pero para Weerasethakul ninguno satisface las preguntas elementales.
Como en la escena en que Agnes Cerkinsky (Jeanne Balibar), una arqueóloga de la Universidad de Bogotá, le muestra a Jessica el agujero que tiene en la cabeza un fósil de más de seis mil años. La explicación que da la científica es que posiblemente se trepanó el cráneo para liberarse de “los fantasmas dentro de su cabeza” y, en un sentido, es lo mismo que experimenta Jessica, muchos siglos después.
Me recuerda a la novela Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier, en donde un músico emprende un viaje a la selva amazónica en busca de unos legendarios instrumentos tradicionales. Abandona una modernidad desangelada y opresora y se enamora del regreso a los primeros estadios de la especie humana.
Esta película habla mucho sobre las ideas ancestrales, de cómo llegan como un eco hacia el presente y cómo somos incapaces de recordarlas; al final todo eso está grabado en la memoria de la especie, pero ¿qué significa? No tenemos idea y hoy día son sólo reflejos que permanecen, pero que ya no tienen sentido.
La larga escena en el jardín, con el pescador (Elkin Díaz), parece un regreso al edén, a lo básico, a lo primordial de la especie, y es como si el autor se preguntara si estamos a estas alturas tan perdidos que no podemos imaginar que ese sonido que escucha Jessica, es algo único, no replicable, y encontrarle un significado a algo que no lo tiene -y jamás lo tendrá- parece ser la esencia de lo humano.
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Memoria continúa con las exploraciones antropológicas del autor tailandés. Es una película con largas tomas que retan al espectador (pero que no cunda el pánico, no es Lav Díaz), y ofrece un final tan desconcertante, que tendrá al cinéfilo comentándolo por mucho tiempo.
Trailer de Memoria: