“Mi vida está atada al indiferente/
El señor de todas las cosas, visibles e invisibles”
Nusrat Fateh Ali Khan/Man Atkeya Béparwath Dé Naal
Pakistán dio al mundo a Nusrat. Nusrat cuando murió, hace 25 años, un 16 de agosto de 1997, se convirtió en dios, aun cuando en realidad, el poeta del qawwali era un siervo más de Alá. Música en donde su voz, una de las más impactantes que han sido grabadas en la historia, sirve de tributo a la fe, a su representación de lo intangible por medio de los solos de su voz.
Sus presentaciones, cuentan, llegaron a durar hasta diez horas, en las que el monje sufí ofrendaba su talento impar. Lo ponía en el altar y era imposible no hacernos partícipes de su sacrificio.
Sacralidad en una época profana. Esa misma estructura en Man Atkeya Béparwath Dé Naal se reitera, se va adornando con las alabanzas de Nusrat al creador, cada vez más inspiradas, elaborando un laberinto de expresiones vocales que terminan siempre en el mismo pronunciamiento: este hombre amaba como los sultanes de las Mil y una Noches; su poesía describía simplemente con existir, la armonía con la que él se sentía parte del mundo, de todos los seres humanos que existieron antes que él y que lo harán después.
En el ciclo que, si alguien no le detiene, jamás parará; donde el tiempo en realidad no importa. El tiempo es esa invención racional para darle sentido a todo. Nusrat se reía del tiempo, de la racionalidad, podía estar en lo suyo durante días, caer agotado, fumar, amar y seguir.
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Lo suyo era el ritmo de la vida, donde cada cosa que el insulso ser humano moderno ve como una “necesidad fisiológica”, es un sacramento de comunión con el devenir, con el pasado, una forma en que el eslabón condenado a la muerte, canta con dulzura y sin congoja, su alegría de haber pertenecido a la única certidumbre posible:
Estamos vivos. Y luego ya no.
Su voz, fundada en basalto, es atemporal, sabe engarzarse en la música que despoja a todo de sus falsos sentidos. Es un rezo inminente, se incrusta en nuestra alma y nos pide entregarnos al trance de su devoción; profundiza y transporta, define esencias que sólo él podría habernos entregado con tal pasión.
El amor en sí mismo no necesita guía