La debacle del PRI, mucho que pensar y poco que celebrar

La debacle del PRI, mucho que pensar y poco que celebrar

En nuestro país, la tragedia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) no puede celebrarse como augurio de buenos tiempos para nuestra democracia. Esta posibilidad está especialmente vedada para quienes tenemos una ideología de izquierda, es decir, quienes privilegiamos el bienestar sobre el crecimiento económico, nos oponemos a la hegemonía de la moral conservadora, defendemos la igualdad y valoramos la soberanía nacional.

Podemos, si se quiere, celebrar la tragedia de los traidores del PRI y un pequeño triunfo de la larga lucha contra la impunidad. Pero otra cosa muy distinta es desear que la caída de Alito y otros de su calaña resulte en la desaparición del partido creador de instituciones fundamentales como la ​​Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, el Instituto Mexicano del Seguro Social, Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad.

En boca de Alejandro Moreno, suena impertinente, casi sacrílega, la relatoría de los logros sociales del partido al que desangra. Pero para el resto de los mexicanos, reconocer la importancia histórica de los aciertos y errores del PRI es indispensable si se quiere avanzar hacia un México más igualitario y evitar caer en otra etapa de luchas intestinas generadoras de atraso, como las que definieron la historia de nuestro país desde su nacimiento como república independiente hasta más o menos la fecha en que fue creado el Partido Nacional Revolucionario, antecedente del PRI.

Acaso por la diversidad natural y cultural del territorio, así como por ser casi todos los mexicanos modernos descendientes de las clases oprimidas durante la colonia, la mayoría de los ciudadanos de México nos identificamos mejor con las causas que buscan la igualdad. Este hecho ha sido probado repetidas veces en los desenlaces de enfrentamientos bélicos como la Guerra de Reforma y la Revolución Mexicana.

Sin embargo, la mayoría no son todos. Es prudente recordar que en nuestro país las élites devotas de la desigualdad han sabido mantener un enorme poder aun cuando perdieron todas las guerras iniciadas para imponer su visión de país por la vía del gobierno. Las élites mexicanas, más que atravesadas por los mismos linajes, están contaminadas por el mismo virus: el racismo, que sirve de justificación moral inconfesable a las actitudes explotadoras e invade incluso aquellos núcleos sociales con marcados rasgos físicos y culturales indígenas, provocando abominaciones como la automutilación.

Tras el fin de la Guerra Cristera, que resultó en un clero nacional menos elitista y en una disminución de la influencia que la oligarquía tradicional podía ejercer desde el púlpito para suponer viable una insurgencia relevante, el conservadurismo creó el Partido Acción Nacional, a través del intentaría influir en el gobierno por la respetable vía del debate legislativo. Una tarea urgente para ellos ante un México popular y entusiasta que emprendía acciones fundacionales de una nueva realidad, como la expropiación petrolera.

Durante la posguerra, el PAN se vio obligado a ser un partido discreto en una época en que el conservadurismo era asociado con movimientos opresores como el nazismo alemán y los fascismos italiano y español. Por poco que se comente hoy en día, la propaganda de la época de oro del comunismo soviético logró posicionar la igualdad en el imaginario de todos los pueblos del mundo como un valor sagrado, y declararse abiertamente en contra de ella en un país como México significaba el suicido político.

Pero por discreto que fuera, el PAN permitió a la oligarquía mexicana más conservadora sentarse a la mesa con los grandes líderes políticos mexicanos, la mayoría de ellos de raíz popular y militantes del PRI. Es materia de otro artículo explorar los mecanismos de seducción e influencia que las élites pusieron en marcha para atraer a los liderazgos políticos populares, pero es fácil observar cómo se fue desarrollando la simbiosis que se concretó más o menos al mismo tiempo en que el PRI comenzó a perder de manera masiva la confianza de la gente debido a los escándalos de corrupción.

No es coincidencia que desde finales de los años ochenta las élites económicas experimentaron un fortalecimiento de su poder político sin precedentes en el México posrevolucionario, al mismo tiempo que caía el poder adquisitivo de los salarios y se reducían los derechos de los trabajadores. Para su fortuna, los grandes centros de pensamiento del mundo habían logrado posicionar una teoría económica, el neoliberalismo, que sustituye muy bien los anticuados preceptos religiosos para justificar la opresión de los pobres en favor de los ricos. La figura del empresario, adverso a la burocracia, se posicionó en los medios de comunicación como el nuevo paradigma del prócer de la patria.

Es evidente que la élite conservadora ya había ganado al pueblo la batalla por el control político y económico del país mucho antes de que el PAN llegara a la Presidencia de la República. La Constitución fue la arena de esa batalla contra la idea de un México igualitario al que primero los políticos y luego los electores daban la espalda basados en información engañosa.

Con el triunfo de Vicente Fox y el mito del cambio, la oligarquía no se hizo del poder que ya tenía, sino que refrescó el extraviado entusiasmo de la ciudadanía para fortalecer su posición ganada poco más de una década antes, y seguir avanzando con pocos obstáculos hacia el objetivo de desmantelar el Estado para que nunca más pusiera límites a sus ambiciones contrarias a los intereses del pueblo.

Sin embargo, la desastrosa guerra contra el narco de Felipe Calderón aceleró la necesidad de fingir otra alternancia para evitar el riesgo de una insurrección de izquierda y garantizar que pudieran asestarse dos golpes pendientes: acabar con PEMEX y la CFE.

Por supuesto, la solución la ofrecía el PRI de Salinas de Gortari. La campaña electoral de Peña Nieto no se basó en el resurgimiento del partido como forja de una patria igualitaria sino en la frivolidad de la farándula, y no generó más compromiso que seguir haciendo que México luciera espectacular, sin importar la descomposición de sus entrañas.

La salida que se abrió ante los mexicanos para escapar de aquella emboscada no se dio de manera fortuita, sino que se comenzó a construir desde el momento en que el PRI decidió dar la espalda a su razón de ser. Fue un esfuerzo monumental llevado a cabo por miles de hombres y mujeres valientes.

Destacan, por supuesto, disidencias grupales como la formación del Frente Democrático Nacional que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 a la Presidencia de la República, pero también batallas individuales como la oposición oportuna y frontal de Layda Sansores, entonces senadora priista, al intento de Salinas de Gortari de privatizar la industria petroquímica.

Por ello celebrar la muerte del PRI como el final de una historia de terror absoluto dificulta una lectura cabal de nuestra historia reciente; es vilipendiar el sueño de construir un país moderno e igualitario de millones de mexicanos que participaron con entusiasmo genuino en la política mexicana del siglo XX e impide, injustamente, comprender el esfuerzo de los hombres y mujeres priistas que dentro y fuera de ese partido defendieron su ideario primigenio, inseparable de los hitos históricos que más nos enorgullecen.

Los estridentes vítores ante su colapso le hacen un favor muy flaco a la democracia mexicana, porque permiten el escape indemne del verdadero villano que aún habita su carcasa, y no me refiero a personas en concreto, sino a la lógica conservadora que erigió la estructura legal y política que exacerbó la desigualdad y vulneró nuestra soberanía.

Esto no significa que el PRI debe restaurarse para retomar su papel de partido hegemónico. Por supuesto que no. Para la democracia mexicana, la oportunidad que representa el rescate del PRI por la base priista tradicional es la ampliación del espacio de diálogo a la izquierda del espectro político y la posibilidad, acaso necesaria en el mediano plazo, de una alternancia dentro de las opciones de centro izquierda.

Para la evolución del estado de bienestar y el justo progreso del pueblo, es muy peligroso que un partido de base y origen ultraconservador, como el PAN, se levante de los escombros del PRI como segunda fuerza política, algo que ocurre y seguirá ocurriendo mientras no hagamos un análisis profundo para entender qué es lo que se destruye con este partido y quiénes lo destruyen.

El riesgo de no hacerlo es que México sea gobernado nuevamente por la ultraderecha en el mediano plazo, retrasando la materialización del deseo de la mayoría de las y los mexicanos: que nuestro país sea más igualitario, soberano y próspero.