George Steiner afirma en Los logócratas que el hombre no es dueño del lenguaje, sino sólo su sirviente. Esto cobra sentido si, como dicen las Escrituras, el Verbo fue encarnado.
El lenguaje, como todos saben, lo mismo se liga a rudimentarios actos de expresión que a lo sublime y, en ese camino trazado, la extrañeza y la revelación en su sentido más místico, pueden emerger de distintas formas.
La poesía, el discurso metafísico y el religioso no resultan del gobierno del lenguaje, sino, de una “servidumbre privilegiada; de la infrecuente capacidad que poseen el rapsoda, el pensador o el visionario de ‘oír lo que dice el lenguaje’”.
Una prueba de lo anterior se verifica en el hecho de que al poeta “le lleguen” —por inspiración o ardua labor— las palabras con una incandescente exactitud, similar a la que se experimenta “cuando una palabra olvidada, buscada por mucho tiempo, ‘centellea’ en el umbral de la conciencia”, en palabras de Steiner.
No es el poeta el que habla: el poeta es hablado, le es dada una revelación que no ha sido buscada. De ahí que poetas como Ramsés Salanueva (1972-2016) puedan ser considerados “voceros de lo divino”, una labor opuesta a la que ejerció como reportero y promotor cultural en su región del Valle del Mezquital.
Salanueva publicó dos libros en vida; la plaquette La conjetura de la tarde (Pachuco Press, 2012) y Cuaderno para estudiar el viaje, que trata sobre su visita a Oslo, Noruega -hasta donde fue para conocer a los decendientes de su ilustre paisano, Efrén Rebolledo, cuyo festival en su honor organizó en Actopan al menos seis ocasiones. Y de manera póstuma La ciencia del alejamiento.
Dejando sin publicar (aún) obras como el Libro de agua y Poemas y sonetos de extremaunción.
Bien se sabe en el estado de Hidalgo que el actopense no hacía vida literaria. Ajeno a la tertulia, el enfante terrible desafiaba al abismo que le tendía una invitación al precipicio, mientras recorría las brechas del Mezquital, donde aún resuena sus estentóreas carcajadas.
Guardián de esa morada de buena vivienda donde habita “algo más” que la léxica y la lógica inherente a la gramática, Ramsés comprobó lo que Octavio Paz dijo en El arco y la lira sobre la imagen poética como “un haz de sentidos rebeldes a la explicación”.
Yo,
frente a la conspiración de la tarde,
determinada a ocultar
toda evidencia de luz,
me pregunto:
¿Es la quietud quien la desprende?
o bien,
¿Existen árboles contemplativos,
cuyo trance supera el ensimismamiento del espacio?
Poema de la Conjetura de la tarde
Inútil buscar razones a este fervor sombrío. La significación del poema a través de su recitación es irreductible al razonamiento lógico y, sin embargo, poeta y lector comulgan con aquello ajeno que les es extraño, pero a la vez familiar; ambos se vuelcan al imaginar; se revelan a sí mismos como la parte oscura que permanecía oculta, agazapada en el rincón del ser.
Quienes conocieron a Ramsés Salanueva y lo han leído saben que en sus letras pueden encontrar la poética del conjuro, que se invoca desde la concentración de las tinieblas.
Pero también los apuntes poéticos del naturalista asombrado por las verdes espigas y las praderas solares; por la abstinencia de los pájaros; de los pastores que juntan hatos de estrellas al tiempo que las brillantes cenizas se desgajan de la corteza de los árboles.
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Y, sin embargo, la cosmogonía del poeta no es inocente, pero tampoco perversa, como han querido creer algunos; en todo caso es fulminante, como el lenguaje del rayo.
Ramsés Salanueva supo ascender al Horeb a presenciar la llama de fuego en medio de la zarza que no se consume.
Meto mis manos al fuego.
Con mis palmas encendidas
Subo al monte del pacto.
Permanezco ahí,
hasta igualarme
con el destello más mínimo
del arrebol.
Poema de la Conjetura de la tarde