Militarizar, no militarizar o el clasismo que infecta todos los debates

Militarizar, no militarizar o el clasismo que infecta todos los debates

El debate sobre la participación cotidiana del Ejército en tareas de seguridad pública dejó en claro que el problema de la violencia en México es también un problema de narrativa. Moralmente capacitados por nuestra cultura para asumir con naturalidad que los pobres no tienen los mismos derechos ni dignidad que las clases media y alta, nos resulta fácil emanciparnos de la responsabilidad que supone para cada mexicano el bienestar de todos nuestros conciudadanos.

Prueba de ello es que cientos de legisladores respaldados por decenas de los más influyentes comentaristas de los medios tradicionales consideran más urgente la necesidad de garantizar la libertad política alejando cualquier peligro de convertirnos en una dictadura militar, que la necesidad de contener la violencia que asola a millones de familias, la enorme mayoría de ellas pobres.

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Esta jerarquización de las necesidades de nuestro país sólo puede tener sentido para quien no asume cabalmente y acaso ni siquiera comprende la responsabilidad que supone la igualdad que nos garantiza la Constitución. El aislamiento emotivo e intelectual que provoca el clasismo impide entender también que la agenda pública que se desprende de una decisión como esta nos incumbe a toda la ciudadanía, pues nos asigna tareas puntuales, empezando por exigir desde la opinión pública y en las urnas el correcto actuar de las Fuerzas Armadas en las tareas que se les asignan.

Es un hecho que el enorme incentivo económico que significa para los carteles del narcotráfico controlar una plaza de producción, consumo o trasiego de droga, así como el tejido social deteriorado que erosiona la capacidad de muchos individuos de sentir empatía por sus conciudadanos y amor por su país, ha creado un caldo de cultivo nutritivo para el surgimiento de ejércitos criminales eficientes en su tarea de generar terror y someter a la población en importantes porciones del territorio nacional.

No podemos obviar las condiciones que hacen del crimen organizado mexicano una amenaza mucho mayor que la que representan las bandas criminales de otros países en donde las policías municipales bastan para enfrentarlos. El crimen organizado en México tiene a unos pasos a la principal economía del mundo, la que más sustancias ilegales consume y la que más armas produce.

El poder de los ejércitos del narco no es proporcional a la incapacidad del Estado Mexicano para contenerlos, sino a la irresponsabilidad social que hemos demostrado en todo el continente frente a problemas que trascienden las capacidades de cualquier estado, como el clasismo y el racismo, que fortalecen las estructuras de la desigualdad, y por consiguiente del resentimiento, la falta de solidaridad, empatía y compasión.

Nuestra incapacidad para comprometernos a fondo con la narrativa de un país y un continente igualitario ha generado las condiciones perfectas para que el odio y la ilegalidad armen ejércitos tan poderosos, o acaso más poderosos, que aquellos surgidos de la Ley para defender a las y los ciudadanos que son regidos por ella de cualquier amenaza.

Y sí, digo comprometerse con esta narrativa, porque no es la única posible. Una nación puede articularse en torno a principios muy distintos a los de la igualdad, y su narrativa no tiene que ser democrática, puede ser manifiestamente oligárquica, tirana, dictatorial o déspota, entre otras. Cómo serían las naciones surgidas de aquellas narrativas no incumbe a este artículo. Lo que es indispensable para este argumento es enfatizar que una nación que no se compromete con la narrativa que subyace sus leyes y sus principios está condenada a colapsar por incongruencia.

En México basta con ver la televisión pública, los anuncios en los centros comerciales, o escuchar una conversación entre amigos de confianza en los distritos de mayor poder adquisitivo para darse cuenta de que estamos muy lejos de contarnos el México que nuestras leyes, letras sobre papel a fin de cuentas, pugnan por hacer realidad.

Las y los legisladores que se aferran a su convicción de oponerse a todo lo que emana de Palacio Nacional por despreciar la naturaleza de los compromisos y el estilo de gobernar de López Obrador; las y los legisladores que rechazan lo que es obvio, que una noción sensata de una estrategia de seguridad eficiente sólo puede acabar de construirse en el ejercicio del poder y no antes; las y los legisladores que deciden menospreciar el poder del pueblo de mandar a través de su gobierno y de mandar sobre su gobierno están traicionando la voluntad de la mayoría, que respalda al presidente, de ayudar a quienes más sufren la violencia con lo mejor y más capacitado del Estado: nuestras Fuerzas Armadas, esas legisladoras y legisladores traicionan la narrativa de la igualdad.

La mayoría que respaldamos al Presidente no apoyamos ciegamente la permanencia de las Fuerzas Armadas “en las calles”, lo hacemos de manera informada, después de ver la lealtad y eficiencia que han demostrado en las tareas que este gobierno les ha encomendado. Lo hacemos al mismo tiempo que les reiteramos, en la voz de nuestro Presidente, que deseamos ser una nación anticlasista, igualitaria y democrática.

Lo hacemos teniendo fresco en la memoria el compromiso asumido por este Gobierno de preferir los abrazos a los balazos cuando esa posibilidad es viable. Porque no queremos el Ejército en las calles para prolongar la Guerra, sino para permitir que se fortalezcan las estrategias de paz que no cesan y a las cuales se destina cada año aún más presupuesto: las becas, las pensiones a los adultos mayores y programas como sembrando vida. Lo hacemos comprometidos con la narrativa que da sentido a nuestras leyes, la de un México en la que todas y todos merecemos vivir en paz.