El presidente López Obrador cumplió su palabra de no asistir a la Cumbre de las Américas para ejercer su derecho a protestar por la exclusión de los países que el gobierno de Estados Unidos considera dictaduras reprobables. Los conservadores, incrédulos de la pertinencia de la democracia profunda, reprueban su actitud y pronostican una oleada de consecuencias negativas para México que, insisten, nos llevará a padecer los mismos males que Cuba o Venezuela.
Acostumbrados a tener que leer entre líneas a los políticos cínicos, arraigados a las élites apátridas, la comentocracia mexicana se resiste a pensar la realidad tal como se presenta.
Personajes de los medios de comunicación como Leo Zuckerman insisten en que el “berrinche” del Presidente es más una insensata movida electorera doméstica que la puesta en marcha de una ambiciosa pero oportuna estrategia de política exterior, prácticamente blindada contra el fracaso.
Para entender este blindaje debemos recordar aquella máxima que dice que la mejor política exterior es la política interior. Dados los niveles de popularidad de que goza la presidencia de López Obrador a casi cuatro años de haber sido electo, el gobierno de México se coloca hoy como el más influyente de América Latina.
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Para los ojos de los líderes de la región, el éxito de nuestro país se lee en los bajos niveles de endeudamiento con que sorteamos la pandemia, en la reorganización del sector energético que permitió a la nación zafarse del yugo de las transnacionales abusivas, en la estabilidad del tipo de cambio que ha mantenido nuestra moneda a pesar de las supuestas “afrentas” contra el capital extranjero, en la creciente autosuficiencia de combustibles y el consecuente control de la inflación en niveles inferiores a los de Estados Unidos.
Comprender el tamaño de la dignidad de la política exterior de López Obrador requiere hacer a un lado las falacias divulgadas por la camarilla de Krauze o Aguilar Camín que, través de una retorcida lectura entre líneas, insisten en ver a López Obrador como un dictadorzuelo bravucón e irresponsable.
Pero los hechos accesibles para todos cuentan otra historia, el Presidente de México, rompiendo el molde de los líderes de la izquierda latinoamericana tradicional, practica una defensa de la soberanía depurada de aspavientos u ofensas, lejana del histórico “aquí huele a azufre” de Chávez contra Bush.
Los hechos también nos cuentan que la influencia regional de López Obrador, y por lo tanto de nuestro país, es reforzada con una solidaridad que trasciende el discurso y se materializa en una inversión directa en países de centroamérica, a través de programas sociales de transferencias directas emblemáticos de la Cuarta Transformación, como Jóvenes Construyendo el Futuro y Sembrando Vida, para demostrar que los problemas de la migración masiva solo se resuelven si se atienden sus causas.
Más allá del cerco mediático establecido por la élite regional, la narrativa honesta que resulta de una lectura responsable de los indicadores macroeconómicos ha convertido a México en un referente capaz de encabezar un nuevo movimiento en defensa de la legítima democracia, que comienza por poner sobre los hombros de cada pueblo la responsabilidad de elegir y corregir sus gobiernos, curándose en salud de la tentación colonialista de intervenir naciones con el pretexto de liberarlas.
El éxito del caso mexicano es en parte responsable de la altísima probabilidad de que los países más importantes de América Latina sean gobernados antes de terminar el año por una izquierda que dialoga cómodamente con López Obrador, lo que redundará en un fortalecimiento de su figura y de su discurso en defensa de una unidad continental sin sometimientos.
Esa unidad no se presenta utópica, puesto que el Presidente de México no ostenta un liderazgo estridente ni polarizador contra el libre mercado o la globalización, como tampoco lo hacen la mayoría de los gobiernos de la izquierda latinoamericana como Argentina, Bolivia, Chile o Perú y no parece que lo harán Petro en Colombia ni Lula en Brasil, quienes quitarán a la derecha las presidencias de estas dos naciones antes de acabar el 2022, consolidando un bloque político regional fortalecido por la legitimidad de sus respectivas elecciones, capaz de ensombrecer las eventuales estridencias del gobierno de Venezuela.
López Obrador, al mismo tiempo que insiste en el respeto irrestricto a la soberanía y autodeterminación de los pueblos, refrenda de manera manifiesta y repetitiva la voluntad de privilegiar la relación con sus vecinos continentales antes que cualquier otra con las demás potencias del orbe, un mensaje que reciben no solo los más acendrados antisocialistas estadounidenses sino también una amplia proporción del electorado de aquel país que siente simpatía por personajes políticos aún más radicales que el Presidente de México, como Bernie Sandres o Alexandria Ocasio-Cortez y que anhelan un país más justo consigo mismo y con el mundo.
La pertinencia del mensaje de López Obrador y la congruencia con sus acciones da a su voz un peso extraordinario; basta revisar el contenido de los discursos de la mayoría de los mandatarios que asistieron a la Cumbre de las Américas para darse cuenta de que ya no hay manera en que su estrategia de política exterior pueda resultar contraproducente en el corto, mediano o largo plazo, salvo que una tiranía facista y sin contrapesos ocupe la presidencia estadounidense.
Lo que sensatamente cabe esperar es que se abran cada vez mejores espacios para alcanzar una verdadera integración de las Américas, basada en la cooperación y no en el sometimiento, en donde la democracia se privilegia fortaleciendo las capacidades democráticas de las poblaciones y no estrangulándolas a través del bloqueo a sus gobiernos.
Sin duda alguna es un momento estelar para la política exterior mexicana y de toda América Latina. A estas alturas, negarlo a partir de una innecesaria lectura entre líneas no demuestra una elevada capacidad de análisis en los comentaristas conservadores, más bien devela una arraigada vocación colonialista.