Costumbres que perdí cuando viví en Canadá

1. Después de embarrar algunas relucientes alfombras hogareñas, tuve que empezar a recordar que debía preocuparme de entrar sin zapatos a las casas.

Una de las primeras y más importantes reglas de buen comportamiento en la ordenada sociedad canadiense es sacarse los zapatos antes de entrar a una casa, evitando así dejar con tierra, barro u otras inmundicias los pisos y alfombras de los buenos anfitriones. Nunca fue más importante contar con zapatos relativamente fáciles de desamarrar y evitar botas de cordones infinitos, para salvarse de lumbagos u otros dolores devenidos de las constantes agachaditas, o para no “mostrar la hilacha”, el recordar siempre los consejos de la mamá de ponerse calcetines sin agujeros por si algo inesperado pasaba.

2. Dejé de escuchar el mismo idioma y empecé a encontrarme cada dos pasos con uno diferente…
Sí, porque Canadá es una alucinante mezcla de colores y sonidos indescifrables provenientes de todas las bocas y continentes del mundo. Basta con caminar unas cuadras o simplemente sentarse en el bus y cerrar los ojos para sumergirse en la Torre de Babel.

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3. Me convencí de que pocas de las categorías inventadas pueden llegar a ser tan relativas como la definición de las estaciones climáticas. ¡El invierno nunca fue más invierno que ahora!

El larguísimo y temido invierno boreal es toda una aventura, especialmente cuando los termómetros marcan temperaturas que oscilan entre -40° y -20° Celsius. ¿Cómo se sobrevive a esto? Se puede decir que todos (y es verdad cuando digo todos) los espacios se calefaccionan, ayudados con la infraestructura y el desarrollo urbano de pasadizos que conectan ciudades en altura o de manera subterránea. Así se vive la vida en un paraíso indoor, estando en casa prácticamente sin ropa, durmiendo apenas con una sábana y saliendo de la ducha sin tiritar de frío durante casi los seis meses de invierno.

Más allá de tu cueva temperada, el mundo exterior se congela ante tus ojos, la vida afuera se lleva con vestimenta de oso polar, dejando a la vista sólo los ojos, caminando lento y tratando de mantener el equilibro para no resbalar con el hielo. Con el corazón y la mente puestos en la esperanza de que algún día llegará de nuevo la maravillosa primavera.

4. Me acostumbré a caminar tranquila por la calle, sola, de noche y sin miedo, a saber que puedes dejar tu casa sin llave, que lo más probable es que si pierdes tu teléfono lo recuperes, o que si dejas caer un billete de 100 dólares alguien correrá detrás de ti para devolvértelo.

En Canadá se puede vivir sin miedo, se respira la tranquilidad, la paz y la seguridad que entrega un sistema que es capaz de otorgar a sus ciudadanos un estándar altísimo de vida. Un lugar donde las necesidades básicas parecieran estar totalmente cubiertas y donde los niveles de delincuencia son bajísimos.


5. He debido guardar en el baúl de las habilidades inútiles la destreza maratonista y los principios de física más elementales —o sentido común— que permiten discernir cuando cruzar una calle en luz roja y no morir en el intento.

Los años de infancia y juventud citadina latinoamericana respetando la luz verde sólo en los casos que a mi instinto de supervivencia le parecía estrictamente necesario han llegado a su fin. Acá convertirse en un peatón responsable es una cosa de vida o muerte, o más bien, de riqueza o pobreza.

Según los mitos urbanos que rondan la bonachona ciudad de Calgary, el cruzar la calle con luz roja es considerado un acto de rebeldía que podría llegar a arruinarte el día, con multas que van desde los 200 dólares si eres visto por algunos de los correctísimos policías de tránsito que rondan la ciudad. Así es que mejor aprender a caminar con calma, salir sin prisa y esperar como un peatón “primermundista” a que el semáforo se ponga verde, aunque no circule un alma por la calle.


6. Cambié mis ideas y temáticas sobre cómo las personas inician una conversación, no teniendo que dar explicaciones sobre mi pasado, origen social o el colegio donde estudié.

En la tan “polite” sociedad canadiense —y sin duda menos clasista que la chilena o la mexicana— nadie empieza una conversación con estos tópicos, es más relevante hablar del buen o mal tiempo que del colegio donde saliste.

A nadie le importa un carajo de dónde vienes y es extraño acostumbrarse a esto, a algo que fácilmente se podría confundir con desinterés y/o apatía. Pero pasa que en una sociedad construida históricamente con inmigrantes de todos los rincones del mundo, inmiscuirse en temas íntimos puede ser considerado de mala educación, o puede incluso demostrar atisbos de discriminación o racismo, si no tienes absoluta confianza con tu interlocutor.

7. Empecé a bañarme en los ríos que cruzan las grandes ciudades sin agarrarme cólera ni tifus.
Cambiar los ultra contaminados río Tula, Atoyac o Mapocho por el Río Elbow ha tenido un importantísimo impacto en mi comportamiento urbano, ahora ya no sólo me siento a hacer picnics a pocos centímetros de las aguas del río que cruza la ciudad donde vivo, sino que también, he usado sus aguas durante el congelado invierno para patinar sobre el hielo de sus lagunas aledañas, para navegarlo en verano de manera muy divertida, tomar sol en su orilla y hasta sumergirme en él.

Acá el río es fuente de vida y escenario principal del cambio estacional. Sin aguas contaminadas, el Río de Calgary gozaba del hermoso privilegio de ser el corazón de la ciudad más limpia del mundo por aquellos tiempos en que habitaba las Rocallosas (según un estudio publicado por Mercer Global Financial en el año 2014)

8. Tuve que dejar de abrazar, besuquear y tocar a cualquier ser humano que no fuera mi pareja o mis amigos(as) latinos(as)…

En el norte existe un espacio personal, elemental e intransgredible que nosotros los latinos definitivamente no conocemos. Ese porfiado y persistente automatismo besucón que llevamos dentro no te deja en paz durante los primeros meses, dejándote en ridículas posiciones de boquita estirada-sin-ser-correspondida, las cuales generalmente vienen seguidas de una serie de movimientos torpes, risas nerviosas, muchas disculpas y explicaciones del tipo “Perdón, perdón ¡Es que de donde yo vengo se saluda así!!”, mientras los interlocutores, muy educados y amables como todo buen canadiense, tratan de disimular la cara de pánico de alguien que estuvo a punto de ser devorado por una bestia salvaje.

Esto sin embargo, no ocurre en provincias como Quebec, lugar donde los descendientes franceses, además de hablar su propio idioma, saludan no sólo con un beso, sino que con dos. Pero en toda la parte inglesa, después de tantas explicaciones e incomodidades, uno termina acostumbrándose y entendiendo que besos, abrazos y otras demostraciones de afecto son —en la mayoría de los casos porque siempre hay alguno que lo disfruta— una invasión del espacio personal y que es mejor contener los apapachos. ¿Lo bueno? Gracias al desarrollo y la poca costumbre de andar pegoteados, jamás se está cerca de rozar el límite del espacio vital de cada uno, ni menos de andar como latas de sardina dentro de un vagón de metro.

9. Cambié nuestras solidarias “vaquitas” y empecé a acostumbrarme a los “Potluck” norteamericanos…
Nuestra costumbre de reunir dinero entre amigos para cualquier encuentro social, haciendo una “coperacha” para conseguir los elixires alcohólicos que alegran la fiesta, o dividiendo el dinero del asado en partes iguales, es prácticamente algo inexistente por estas tierras. Acá lo que se estila es el potluck, algo así como una especie de banquete colectivo donde cada participante aporta con alimentos, y que en sus versiones más radicales implica que cada participante lleva y come su propia comida y bebida. Así es que por buena educación es mejor evitar mirar con deseo las delicias de los vecinos.


10. Y hasta he comenzado a extrañar nuestros constantes y cotidianos remezones de tierra.
En mi país, Chile, la vida había llegado al punto de que muchas personas no interrumpían la actividad que estuvieran realizando si es que el temblor no superaba los 6.5° Ritchter. De ahí para arriba, quizás algún ataque de pánico de alguien y todo se detenía por algunos momentos, pero nada más de que preocuparse.

Acá en Canadá aunque la naturaleza no deja de hacer gala de su profunda indomabilidad con tormentas de vientos espectaculares que podrían levantar a Golliat, copiosas nevadas y la presencia de animales salvajes como osos grizzlis, que seguro sí derrotarían al inmortal Di Caprio; pero de temblores nada de nada.

11. Me acostumbré a comprar alcohol en locales especializados, a mostrar siempre identificación y a olvidarme de lo fácil que es conseguir cerveza en los supermercados.

Comprar alcohol en supermercados o en cualquier lugar que no sea una Liquor Store, es cosa del pasado. Hablamos de especies de botillerías del tío de la esquina, pero dónde no te prestan envases, ni te dejan comprar nada si es que no muestras SIEMPRE tu identificación. La mayoría de edad no se puede demostrar por apariencia, al menos que sea evidente que tienes 80 años. Al parecer en estas tierras todos son sospechosos de padecer de “juventud extrema” mientras no se compruebe su inocencia con pasaporte en mano.

12. Tras perder la maravillosa brújula natural que es la Cordillera de Los Andes tuve que aprender a orientarme por otros elementos menos espectaculares y majestuosos.

Además de extrañar la cordillera simplemente por lo linda que es, por su increíble tamaño y cercanía, su ahora ausencia eterna en el Este se siente casi como un vacío existencial a la hora de saber dónde uno está parado. Así literalmente. Por aquí la ubicación norte, sur, este, oeste está dada no por tan sublime límite natural, sino por un par de calles principales en cada ciudad.


13. Cambié los puestos ambulantes de comida callejera por la multicultural comida de los Food Trucks canadienses.

Los Food Trucks son el mejor paseo que un amante de la comida pueda tener, además de ser hermosos, entretenidos y algo más económicos que un restaurante, es posible encontrar una riquísima y amplia gama de estilos, que van desde camioncitos con cocina italiana, vietnamita, mexicana, árabe y hasta uno de exquisitos pierogis y otras delicias inspiradas en Europa del Este.

Pero sin entrar en comparaciones odiosas, y por más variada y novedosa que sea la oferta por estos lados, no se dejan de echar de menos los antojitos como un elotito con chilito y limón o los deliciosos mariscos chilenos y el vino bueno y barato o un buen mezcal.

14. Dejé de creer que una cantidad razonable de las personas que viven al norte del continente sabe que entre México y Chile hay por lo menos algunos cuántos países entremedio y algunos cientos de kilómetros de distancia.

Ante la respuesta a la pregunta, Where are you from? La cara de una gran cantidad de amigos del norte se llena de sorpresa y duda “Mmm… Chile, eso es ¿México!?” Muchas personas no tienen idea dónde está Chile; en mi experiencia personal diría que esto me pasó con un 50% de las personas de no habla hispana con quién me relacioné.

La cosa es que los que no saben, por no decir que no saben, o por ser amables, o por quién sabe qué razón, ante la duda no confiesa su ignorancia en el tema, sino que comienza con un ejercicio de asociación libre en su mente que debe ser más o menos así: “Ok, primero Chile suena casi igual a ají (chili en inglés), segundo, los mexicanos comen mucho chile, tercero, en México hablan español, cuarto, ella o debe hablar español, o sea, ¡problema resuelto! Chile debe ser lo mismo que México, o estar en México, o por lo menos estar muy cerca de México! Y ahí entonces vienen una serie de explicaciones y mini lecciones de geografía de parte del chileno o chilena, cátedras sobre nuestra homogeneidad idiomática con el resto de los hermanos latinoamericanos, recordatorios de que eso es una consecuencia de la colonización española y que en Latinoamérica no todos bailamos salsa semi-desnudos en el caribe, sino que a veces algunos hasta tenemos frío. Todas lecciones que usualmente que el amigo extranjero, sea este canadiense, indio o de Tombuctú agradece.

Cabe mencionar, que Canadá es un país de inmigrantes, donde conviven personas de todos los continentes, procedentes de diferentes culturas y grupos étnicos. En este contexto, el no saber la exacta ubicación del país del amigo interlocutor es algo bastante común y cotidiano que a todos nos pasa en algún momento.

15. ¡Adiós, adiós asados con carbón!
La reunión social chilena por excelencia, transversal a edades y clases sociales. La carne asada a la parrilla al carbón tiene un gusto increíble que las aburridas parrillas a gas de estos lares no consiguen. Por más sofisticación que tengan los artefactos de estas tierras, porque debieran verlas, algunas parecen naves espaciales (diferentes pisos, bandejas, cubiertas, quemadores y cuanto extra puede haber), no consiguen aquel sabor de nuestros churrasquitos.

16. Cambie mis ideas sobre las categorías de riqueza y pobreza…
Ser “low income” en Canadá básicamente significa ser personas de bajos ingresos. Ganando el sueldo mínimo y un poco más en estas tierras es posible vivir bastante bien, pagando un arriendo en un departamento compartido, transporte, comiendo sano, tomando cerveza, viajando e incluso de ahorrando. Además, dependiendo de la provincia, acceder a provisión alimentos gratuita algunas veces al año, “legalmente”, sin mentiras, ni lloriqueos, en nuestra experiencia, siete carros de supermercado llenos en un año, repletos de alimentos nutritivos y deliciosos. La pobreza, la miseria y tantos tristísimos males sociales de nuestras tierras, son prácticamente inexistentes acá. Aunque por supuesto que no todo es un paraíso, hay también problemas sociales como drogadicción, alcoholismo, apatía social y muchas consecuencias derivadas de la colonización y el maltrato sobre las poblaciones originarias o First Nations.

17. Dejé de ponerme nerviosa cada vez que pasaba por un edificio en construcción o me enfrentaba en solitario a cualquier manada masculina…

Canadá podría ser el paraíso para cualquiera de mis amigas feministas con un marco legal y cultural que suele espantar a los machos cabríos provenientes del mundo latino. En este contexto, es muy extraño escuchar piropos y es casi imposible recibir palabras groseras o miradas lascivas por parte de un espécimen del sexo masculino.

18. Empecé a escuchar más de cincuenta “disculpas” en un solo día…
Da igual si te pisan en la calle, si sólo se cruzan por tu camino, si pestañean dos veces seguidas, si pasan muy cerca o muy lejos, por aquí la gente se disculpa. Sin duda, “sorry” será probablemente la palabra más escuchada durante cualquier estancia en Canadá, sea ésta breve, mediana o larga.

Por Marianela Leiva Echeverría

Dar la vuelta al mundo