Aquí se lo he dicho en reiteradas ocasiones, al presidente López Obrador y sus incondicionales no les gusta la crítica y menos a 19 meses de que se termine su administración.
Tiene abiertos diferentes frentes que no entregarán resultados, como la pacificación del país, el desabasto de medicamentos, el sistema de salud, que no será como el de Dinamarca, las obras que están puestas en duda por su eficacia como Dos Bocas, el AIFA y el Tren Maya, que están a medio construir.
Desde el día uno en que López llegó al Palacio Nacional, la estrategia estaba cantada. Como si fuera sacada de un manual de líderes latinoamericanos que quieren perpetuarse en el poder, o del ABC de dictadorzuelos tropicales que van terminando con la democracia para ocultar sus fracasos, aplastando a las sociedades críticas.
Personajes que privilegian el maniqueísmo y que sueltan frases que los pintan de cuerpo entero, mientras con el rostro frenético gritan: “Se está con la transformación o en contra de la transformación”. Aunque no les guste, hay similitudes entre López Obrador y Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Miguel Díaz-Canel, e incluso al que quitaron de la presidencia de Perú, Pedro Castillo, y una larga lista.
En estos regímenes, los mandatarios se inventan contrincantes y afirman que es por estos que no se alcanzan los resultados prometidos. Se culpa al pasado, al imperialismo yanqui, al neoliberalismo, a la derecha, nunca asumirán su responsabilidad que transfieren a los medios de comunicación, analistas, columnistas y reporteros, intelectuales, defensores de derechos humanos, científicos que presentan evidencias.
Lo mejor que pueden hacer es declarar: “Soy el presidente más atacado desde Madero”. Pero no, no hay resultados que echen por tierra las críticas. Siempre atacan a los trabajadores, pero pocas veces a los dueños de los medios, porque con esos desayuna tamales de chipilín y les entrega publicidad, esa que dijeron que ya no darían.
La columna pasada la cerraba con la información de que los diputados fanáticos del presidente querían modificar la Ley para que se castigara con una multa de 4 mil 150 a quien injurie al presidente y preguntaba: “¿Y al que injuria, miente y descalifica desde Palacio, qué castigo merece?
Y es que López Obrador lleva más de mil mañaneras usando el insulto, además de lleva contabilizadas 94 mil falsedades. Pregunta, enfurecido, a los pocos reporteros que acuden y que, claro, no son del séquito de Ramírez Cuevas: “¿De qué medio eres?” y luego viene la agresión como si no fuera México el país más peligroso para ejercer el periodismo o activismo. Ya organismos internacionales han pedido que no estigmatice a quienes lo critican.
El término injuria se define en el diccionario como: “Hecho o insulto que ofende a una persona por atentar contra su dignidad, honor, credibilidad, etc., especialmente cuando es injusto”. Eso hace sistemáticamente el presidente y lo repiten sus seguidores, ahí queda López-Gatell en el programa de los moneros zalameros, diciendo que los padres de los niños con cáncer son golpistas.
Pero vayamos por partes. No se trata de intimidación ni es una cortina de humo. Es el pensamiento retrógrado de un grupo de morenos que quiere usar una ley anacrónica de 1917 actualizando el monto de la sanción. Hay añoranza de aquellos años en que la figura del presidente era intocable. Cabe destacar que la iniciativa fue de la diputada de Morena, Benelly Hernández. ¿Quiénes son los conservadores? ¿No vayan a querer cobrar impuesto por perro o ventanas, como en los tiempos de Antonio López de Santa Anna?
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Insisto, el presidente y sus súbditos nos regalan pinceladas de autoritarismo y se van a radicalizar más conforme se le vaya el tiempo al que ha vivido obsesionado con la presidencia, el poder y trascender como el mejor mandatario que ya no será. Tendrán que aguantar la crítica, aunque no les guste. Aunque ellos lo piensen, la realidad es que no nos regalaron la libertad de expresión… pero mejor ahí la dejamos.
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Hasta la próxima.