Poco se supo de su muerte en el ámbito literario de nuestro país. Acaso se deba a que nunca perteneció a ninguna mafia cultural de ningún tipo. Lo que sí sé es que, con el fallecimiento, hace 12 años, de Juan Hernández Luna, México perdió a uno de sus escritores más destacados.
Sin grandes aspavientos, Hernández Luna, quien murió un 8 de julio de 2010, renovó la novela negra de nuestro país al describir con la precisión de un cirujano el lado más sórdido de Ciudad de México, incluidos sus decadentes y corruptos habitantes.
Con un lenguaje sucio y corrosivo, y una crítica siempre punzante e incómoda, el autor de Cadáver de ciudad siempre cautivó a sus fieles lectores, de México y el extranjero, que nunca dejaron de maravillarse con sus espléndidas tramas detectivescas y sus queridos personajes alimentados por la marginación y la rabia.
En su obra no hay desperdicio. Algunas de sus libros, ahora clásicos, son: Me gustas por guarra, amor, Las mentiras de la luz, Yodo, Tijuana dream, Quizá otros labios y Tabaco para el puma, en el que apareció por primera vez su entrañable personaje Skalybur, el Inmortal. Esta última obra fue galardonada en 1997 con el Premio Internacional Dashiell Hammett a la mejor novela policiaca en español durante la Semana Negra de Gijón.
Diez años después, en 2007, repitió aquella proeza con su novela Cadáver de ciudad (continuación de Tabaco para…), en la que nos narra una intrigante historia que explora el mundo de la pornografía y la prostitución, mientras revela cómo se tejen complejos mecanismos de poder alrededor de las sectas.
Las misiones del mago Skalybur son dos: la primera, en teoría sencilla, es aclarar la castración de un millonario pervertido a cambio de obtener un cheque en blanco; la otra, esta sí nada fácil, es ¡desaparecer el Ángel de la Independencia! Se trata de una novela poderosísima que muestra al Hernández Luna más maduro.
Según leo en las pequeñitas notas periodísticas que contados medios publicaron, Luna murió a los 47 años, víctima de un paro respiratorio, luego de haber estado hospitalizado durante varios días.
Sin formalismos
Conocí a Hernández Luna el 1 de febrero de 2007. Debía entrevistarlo por la publicación de Cadáver de ciudad. En extremo amable y ajeno a cualquier tipo de formalismos e intelectualidades, me recibió como si fuera aquel viejo amigo al que no ha visto hace mucho tiempo. Me invitó a pasar a su pequeño estudio y platicamos de sus tres grandes pasiones en la vida: las mujeres, la literatura y el futbol.
Recuerdo que quedé maravillado con su peculiar librero, construido por él mismo con tablas y tabiques. Entre sus libros vi a autores como Hammett, Chandler, algunos títulos de Paul Auster y hasta un cancionero de José Alfredo Jiménez.
Tras más de dos horas terminamos hablando del asesinato de Luis Donaldo Colosio, la devaluación del peso y de la terrible sensación de Luna “de que al país se lo llevaba la chingada”. Aún tengo presente que, molesto, dijo: “Cuando las sociedades no ven futuro, tienden a derechizarse”.
Meses después lo volví a ver. Necesitaba hacer un reportaje sobre literatura negra y quería tener su opinión. En esa ocasión nos citamos en el café de chinos que se encuentra en el parquecito donde está el quiosco Morisco. La idea era tomarnos un cafecito, pero el restaurante estaba cerrado, así que fuimos a comer a una pequeña fonda donde se podía probar «la mejor salsa molcajeteada del rumbo», a decir de Luna. No estaba equivocado.
La tercera y última vez que lo vi fue una mañana, muy temprano, cerca del Metro Revolución. Me invitó a asistir a uno de las pláticas que daba a un grupo de policías, como parte del Programa de Literatura «Siempre Alerta», que consistía en acercar la lectura a cuerpos policiacos y de bomberos.
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Me enteré de su premio Dashiell Hammett, incluso publiqué la nota, pero no volví a hablar con él. Se fue, pero permanece lo más importante: su gran legado literario. Para un escritor, no hay nada más gratificante que leer sus libros. Que así sea.