El origen fue el morbo. Morbo por las imágenes brutales que saciaron nuestros más vergonzosos placeres. Trancazos a doble página y a todo color que no dejaron lugar a la imaginación: la muerte revelada en todas sus formas. Luego un terrible miedo.
El semanario Alarma! eso ha sido: un catálogo de malas prácticas y castigos ejemplares donde, como dijo alguna vez Carlos Monsiváis, “se conjugan el interés por asomarse a la mala suerte y a la voluptuosidad de lo horripilante”.
Vistas de reojo y a escondidas, las fotografías y las historias que impactaron a los lectores mexicanos a partir del 17 de abril de 1963, cuando se publicó el primer número, espantan porque nos recuerdan nuestra fragilidad como seres humanos. Un pequeño accidente o una mala acción pueden reventar el delgado hilo sobre el que caminamos.
Espantan porque nos restriegan nuestro lado más salvaje, para el que una piedra, unas tijeras o, mejor aún, las propias manos son la mejor arma para terminar con la víctima. Nos espantan porque nos revelan realmente de qué somos capaces. Nos espantan porque nos muestran a ese asesino potencial reflejado en el espejo.
Sin embargo, y aquí la paradoja, todas esas historias terribles también son un bálsamo para quien las ve. Un aliciente para cualquiera de nosotros, no importa lo desastrosa y miserable que pueda ser nuestra vida.
A final de cuentas, el otro está peor porque forma parte de ese muestrario de tragedias. Está peor justo porque ya no está: ahora forma parte de una de las páginas de la revista que creó todo un concepto informativo fundamentado en lo sangriento.
Sobre las imágenes inquisidoras, dice de nuevo Monsiváis: “Los cadáveres hacen alarde de su abandono o su descomposición, las prostitutas se enfrentan a la cámara que es la mirada reprobatoria, los criminales se dan tiempo para elegir su pose más temible, los travestis ríen o se apenan entre risitas, las niñas lanzan contra los sátiros el índice de la virginidad aplastada”.
Matóla, violóla y encostalóla
Alarma! es heredera de un cúmulo de secciones y revistas policíacas que se publicaban con regularidad desde las primeras décadas del siglo XX. Primero hicieron lo suyo periódicos como El Universal, La Prensa y El Popular, los cuales insertaron sendos apartados dedicados a la nota roja en medio de la información general. El éxito fue rotundo.
El público bebió interesado dramas que, de manera inexplicable, hasta eran producto de orgullo: “¡Uno de los asesinos más sanguinarios es mexicano!” O: “Los gringos tienen muy buenos asesinos en serie, pero éste no les pide nada”.
Fue tanto el interés del público por enterarse de las historias criminales más terribles que producía día a día nuestro país, que no pasó mucho tiempo antes de que surgieran revistas especializadas como Crimen, Alerta y Magazine de policía.
Todas estas publicaciones fueron el germen que años después, en abril de 1963, vería nacer a Alarma!, aunque, la verdad sea dicha, bebió muy poco de ellas.
Las historias y fotografías de esta última eran golpes certeros ante los cuales nadie quedaba a salvo. Desde el principio sólo se dieron a conocer las historias más trágicas, las más alarmantes, haciendo honor al nombre de la revista que, por otro lado, erizaba la piel tan sólo con ver su logotipo.
Ya sabemos: la palabra “Alarma!” –que desde entonces apareció con un solo signo de admiración- escrita por un dedo sangriento. En otras palabras: no era una publicación policíaca más; era, ante todo, el surgimiento de un concepto, un estilo de informar, que a la postre se convertiría en toda una referencia periodística, que en sus mejores épocas llegó a imprimir más de dos millones de ejemplares.
Este concepto fue creado por el periodista Carlos Samayoa Lizárraga, autor también del célebre título: “Matóla, violóla y encostalóla”, que está inscrito en la mente de los mexicanos. Basta que alguien lo escuche, para que sonría y recuerde después alguna historia leída en un viejo ejemplar.
Líbranos de todo mal
Pero, ¿cómo entender a una revista como Alarma!? Una publicación tétrica, por decir lo menos, que presenta a la muerte en medio de un humor ácido, recalcitrante. Basta ver algunas de sus cabezas para entender de lo que hablo: “Sonó un tiro y Juan Manuel sólo dijo: ¡Ay!”, “Le gritó: ¡te voy a matar!, y que lo va cumpliendo” o “El mujercito quiso pedir perdón, pero ya estaba muerto”.
En Alarma! las cabezas juzgan, aniquilan. Los adjetivos son aplastantes y enjuician al “mujercito”, a la “hombrecita”, al “hippie greñudo” o al “casado rabo verde”. El ridículo como forma de castigo por todas las fechorías cometidas por el “vil raterazo”, el “viejo calenturiento”, la “mala madre” o el “hijo ambicioso y sin escrúpulos”. Nadie queda a salvo. Todos, de una manera u otra, pasan por la filosa cuchilla de sus páginas.
Pero entonces, ¿cómo entender a una revista como Alarma!? ¿Es necesario hacerlo? Su aportación, además del periodístico (en sus páginas se dan a conocer hechos policíacos de todo el país) debe encontrarse en que nos descifra como sociedad. Nos desviste y nos trae a la memoria nuestro pasado particularmente violento.
No sólo eso. Funciona como una válvula de escape, que libera la violencia contenida y nuestros malos pensamientos. La suya es una lectura catártica que al final termina por liberarnos, tal y como hace un libro o una película.
También lee: Deslizamiento de tierra en Colombia deja 11 muertos y 35 heridos
En medio de un mercado saturado de publicaciones de nota roja, la catarsis es su mayor aportación. Una mala broma que nos provoca una sonrisa perpleja y nos permite observarnos al interior de nosotros mismos.
Al final del tiempo, cuando se prepare una publicación conmemorativa por los 100 años del surgimiento de Alarma!, quedarán dos cosas. El registro puntual de los acontecimientos trágicos que marcaron determinada época (“si dice 23 balazos, es porque le dieron 23 balazos”) y su interés sociológico, aunque quienes colaboraban en su hechura no fueran conscientes de ello.